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sábado, 25 de octubre de 2008

Huellas Profundas



Un anciano de rostro surcado por profundas arrugas solía sentarse a la orilla del río que rodeaba un pequeño pueblo de algún lugar de este país, era Pedro. Sus recuerdos lo transportaron muchos años atrás, sus recuerdos estaban frescos, palpitantes como el dolor que nunca lo dejó.
Se dió cuenta que el mundo que lo rodeaba era distante de él cuando cumplió cinco años y su madre, una sufrida mujer de piel curtida por el sol serrano, lo abrazó con tanta fuerza que él tuvo que apartarla pero no por no quererla sino porque su abrazo le impidió respirar. Ese día, era su cumpleaños, varios años después desearía volver a ser abrazado como aquella vez ... no supo más de ella, ni de sus hermanos, apenas si recordaba que tenía hermanos, uno más pequeño que él y no sabía cuántos mayores. Pedro era un niño triste, con apariencia debilitada, mal nutrido, sus manitos siempre estaban cuarteadas por el frío y el desamor, sus talones colorados por lo mismo y sus labios también.
Su tía Rosa lo crió, recordándole que el pan que le daba era el de sus hijos, que la ropa que se ponía era de sus hijos, le metío en la cabeza que nada era de él, ni su vida, porque su madre lo abandonó, claro pues, no lo quería. Así creció, se hizo joven, acostumbró a su mirada a descansar en un punto fijo del suelo que pisaba, que para variar, tampoco era de él.
Tenía tan solo doce años cuando empezó a trabajar, lo mandaron a la mina, a darle el desayuno a los rudos mineros, ellos parecían ignorarle siempre, cuando les alcanzaba la tasa de té o el pan nunca le miraban, y cuando debían pagarle dejaban el sencillo en la taza vieja del piso de la habitación. Su tía Rosa, estaba atenta al fin de semana, lo iba a buscar y recogía cada centavo, pero a él no parecía importarle, algo desde su interior le gritaba que ese dinero no era suyo por lo tanto debía dejarlo ir sin sentir.
Una mañana, cuando todo parecía seguir su rutina, un ruido pavoroso lo hizo salir de su ensimismamiento, "¡parece que ahora sí el mundo se acabó, los diablos han venido a la tierra!", pensó, rápidamente se puso de pie y corrió hacia el lugar del cual parecía proceder el ruido y solo alcanzó a ver una gran polvareda, se tapó la cara y se tiró al suelo porque el viento era tan fuerte que pensó que lo levantaría por los aires, permaneció varios minutos abrazado a la tierra, temblando de miedo, sin saber qué hacer, cuando sintió que aquellos demonios habían pasado, se frotó los ojos y lo único que vió fue un enorme montículo de tierra y piedras que habían tapado por completo el camino que conducía a la mina.
Pensó en los mineros y corrió hacia la entrada de la mina sorteando piedras y tierra, pero la entrada ... no existía más. Del enorme letrero: "Mina Esmeralda", solo se apreciaba el borde superior, volvió a sentir la angustia que lo invadió cuando se percató de la ausencia de su madre, incluso anheló ver a la infame tía Rosa, "los mineros estarán enterrados ahí abajo" pensaba, se calmó, respiró, se quedó un buen rato, mirando el suelo como siempre y después de muchos minutos se puso de pie, regresó a la casita en la que había vivido todos esos años, tomó una botella de agua, unos panes, la casaca de lana y se echó a andar olvidándose muy pronto de los mineros enterrados y de la infame tía Rosa. Total, qué más daba, nada le pertenecía, como las aguas del río en el que cada tarde mojaba sus pies.
MORALEJA: No se le puede reclamar nada a quien nada recibió.

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